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albertogarrandes

Palabras prologales...

 


 

 

 

 

Hay dos instancias culturales de percepción que se entienden muy bien con el lado oscuro de la realidad, más allá del hecho, muy cierto y muy problemático, de que lo real es la más artera e intuitiva de las construcciones. Esas instancias son, para hablar en términos clásicos, lo fantástico y lo sobrenatural. Las complejas, movedizas y versátiles articulaciones de lo horrible con lo monstruoso, lo bello con la violencia, el sueño con la imaginación, están “lubricadas”, digámoslo así, por lo ilusorio, lo inexistente y lo extraordinario. Estas cuestiones —la ilusoriedad y el carácter improbable de las cosas— siempre promueven un diálogo muy rico donde interviene, como es natural, ese tipo de experiencia que podemos situar, a duras penas, entre la maravilla y el milagro.

En rigor, desde la perspectiva de las teorías, cuando hablamos de literatura (especialmente de cuentos y novelas), no vale la pena explicar casi nada sobre el mundo que podríamos llamar lisa y llanamente “no realista”, para diferenciarlo de ese otro donde el acontecer es algo en lo que podemos “creer”, algo que podemos aceptar, en tanto lectores, como “parte” de la vida. Sin embargo, aun cuando la literatura realista no es de ninguna manera ni pretende ser un espejo de la existencia, la otredad del orbe fantástico y sobrenatural sí exige que firmemos un pacto antes de la lectura: la suspensión de nuestra incredulidad. Refrendarlo ha sido, desde hace muchos siglos, un suceso más bien celebratorio, pues los lectores que aceptan incorporarse en dicho orbe —y en cualquier otro donde la ficción, realista o irrealista, sea el presupuesto básico del lenguaje— lo hacen por lo general gozosamente.

Hay muchas razones que podrían explicar los orígenes de ese goce. En la naturaleza del ser humano, en el interior oscuro y luminoso de su conciencia, está la raíz del viejo combate del Bien contra el Mal, que viene a ser un asunto ético, pero también estético, cultural, histórico, psicológico, religioso, científico. Por detrás de una querella tan vasta y tupida —inmarcesible y densa como ninguna otra— afloran los rostros, los gestos, los personajes, las acciones, los objetos, los paisajes y las atmósferas que tipifican al Bien y al Mal. Pero entre ambos se encuentran dos “estados” o dos “fases” donde se pone a prueba la identidad humana: el Amor y la Muerte. Ambos se configuran y adquieren sentido por medio de una piedra de toque: el misterio.

Observado así el fenómeno de la narrativa de lo fantástico y lo sobrenatural, tendríamos ante los ojos una especie de planisferio un tanto esquemático —y, por lo mismo, utilitario— que “juega” con diversas “abstracciones” concurrentes. Sin embargo, se trata de relatos, de situaciones deliberadamente anómalas que anhelan ser comunicadas dentro de las reglas de la verosimilitud artística y de acuerdo, como ya indiqué, con la suspensión de la incredulidad. Esta última, desde la óptica del placer del lector, es una “táctica” de entrada al mundo de lo insólito, una manera de “acogernos” a las leyes de lo fantástico y lo sobrenatural, un programa de lectura descrito ya, con mucha precisión, por uno de los representantes más ilustres del Romanticismo inglés: Samuel Taylor Coleridge, influyente cultivador de esos desasosiegos y esas atmósferas turbadoras en las cuales nos envolvemos cuando nos adentramos en la novela gótica, por poner un ejemplo.

La figura de Coleridge es casi paradigmática. Fue un escritor entregado a la reflexión literaria, a la bruma de la droga, pero también alcanzó a ser el afortunado autor de Christabel, un extenso poema narrativo inconcluso cuya redacción comenzó muy a fines del siglo XVIII. Coleridge se introdujo en un mundo a salvo de los estereotipos contemporáneos, y enunció lo gótico como espacio de ritual cognoscitivo y como pulsión de muerte, a través de un vínculo sexual lesbiano. Christabel es el germen fundador de Carmilla, la célebre noveleta vampírica de John Sheridan LeFanu, y tuvo que ver con esa gesticulación mórbida y exaltada que observamos en las narraciones de Edgar Allan Poe, con quien, por cierto, la literatura hace un alto, se renueva y adquiere un impulso definitivo hacia lo moderno, ya que Poe abrió caminos, en el espacio de la ficción literaria, a la peripecia de la investigación policial del crimen, la ciencia ficción, el esteticismo, el Simbolismo, lo esperpéntico, el Expresionismo y la especulación filosófica ligada a la muerte y lo fantasmal. Poe contiene embrionariamente varias literaturas y hoy por hoy se comporta como un padre fundador que merece y exige la más incondicional de las reverencias.

Suspender la incredulidad: he ahí el primer paso. Lo demás es maestría literaria y, en consecuencia, sugestión de la inteligencia y los sentidos.

He aludido ya a los dos grandes temas que este libro concita y evoca: lo fantástico y lo sobrenatural, pero en una dimensión —el relato de estructura moderna— donde tienden a articularse con singular coherencia y donde “conversan” de modo tenso y provechoso, al intercambiar sus distintivos. Sin embargo, a propósito del contenido de esta antología, no dejaré pasar la ocasión de caracterizar los asuntos concretos en que dichos temas adquieren sustancia, poder de encantamiento y fascinación.

Enraizado en los tiempos arcaicos se encuentra el mito de los seres primordiales, que sirve de centro a dos piezas sin duda magistrales: “El Wendigo”, de Algernon Blackwood, y “El Gran Dios Pan”, de Arthur Machen. El primero acude a lo numinoso y es una interpretación volátil, escamoteadora —jamás “vemos” nada—, de un horror remotísimo. El segundo subraya el aspecto científico de ese mismo horror, y vuelve a plantear el problema de la ética de la ciencia y la capacidad del hombre para enfrentarse a fuerzas que lo superan. Ambos relatos insisten en la presencia de esas criaturas primordiales que representan el poder arquetípico de la naturaleza.

En esta antología hay cinco narraciones que se sumergen en la prestigiosa tipología del vampiro, o que la bordean: “El Horla”, de Guy de Maupassant; “Olalla”, de Robert Louis Stevenson; “La muerta enamorada”, de Théophile Gautier; “La familia del vourdalak”, de Alexey K. Tolstoy, y “La dama pálida”, de Alejandro Dumas, historia conocida también bajo el título de “La hermosa vampirizada”. El de Maupassant es un vampiro invisible, sinuoso y ambiguo, como el propio cuento; Stevenson escribe un extenso y poderoso relato cuyas virtudes son el control de los énfasis y la enunciación de un terror atenuado por la bondad y la renuncia voluntaria a un vínculo erótico que se asienta en los límites de lo incontrolable; Gautier es suntuoso, romántico y malévolo: pone a un religioso en manos de la seducción de la Belleza, el sexo y el Mal; los vampiros de Alexey Tolstoy arman una especie de fábula rural e inevitablemente folclórica y cruel, mientras que Dumas, historicista y amante de la intriga, elabora un triángulo amoroso caballeresco, manchado por lo horripilante y de triste final.

Pactos diabólicos, brujas y sortilegios hay en “La mano encantada”, de Gerard de Nerval; “El joven Goodman Brown”, de Nathaniel Hawthorne, y “El convenio de Sir Dominick”, de J. Sheridan Le Fanu. El primero es grotesco y ágil, el segundo indaga en los límites de la realidad y el sueño, y el tercero se ensombrece cuando nos recuerda que no hay que hacer tratos con el demonio. El momento en que el alma de sir Dominick sale de la casa, escoltada por el diablo, está descrito con una solvencia que sólo podía mostrar un escritor como Sheridan Le Fanu.

Maldiciones antiguas y venganzas inexorables, enlazadas en escenarios disímiles —enfermizos, ensoñados, exóticos—, son el trasfondo, explícito o velado, de “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe; “La hija de Ramsés”, de Lord Dunsany; “La Venus de Ille”, de Prosper Merimée, y “La dama de picas”, de Alexander Pushkin. Cuatro escritores —un norteamericano, un inglés, un francés y un ruso— quedan acoplados entre sí por algo que, en el exuberante territorio de la literatura gótica, viene a ser una suerte de viga maestra: el secreto impronunciable. Las cuatro narraciones se basan en secretos que van modulándose en forma de maldiciones o venganzas. Poe es rotundo y llega, mediante símbolos, a los predios de lo apocalíptico; Lord Dunsany hace que un espíritu milenario confiese su tragedia de amor y muerte; Merimée se adentra en las nocivas oscuridades del paganismo, y usa una metáfora final conmovedora y de gran plasticidad; Pushkin nos habla del desagravio de la muerte por medio de un azar espeluznante cuyo desarrollo es, diríamos, cinematográfico.

Fantasmas, humoradas escalofriantes y trastornos de la percepción controlan los entramados de “La leyenda de Sleepy Hollow”, de Washington Irving; “La novia del ahorcado”, de Charles Dickens; “La casa vacía”, de E. T. A. Hoffmann; “Los agujeros de la máscara”, de Jean Lorrain, y “Un vigilante junto al muerto”, de Ambrose Bierce. En todos hay grados de alucinación y pesadilla. La bonhomía de Irving no deja de ser socarrona; Dickens escribe como si pintara, con grises cromáticos, un contexto afeado por la crueldad; Hoffmann edifica una historia donde las visiones y los espejismos no son contrincantes de lo real; Lorrain alude, persistente, a la invasión del desenfreno cotidiano por parte del sueño, mientras que Bierce recalca el carácter artificioso y juguetón del terror.

He dejado para el final un conjunto de relatos muy particulares que acentúan el sello personal de los mundos donde se inscriben sus respectivos autores. Con “El huevo de cristal”, H. G. Wells incursiona en el costado horrendo de la ciencia ficción; Mary W. Shelley, novelista sin la cual la cultura contemporánea no tendría al monstruo del doctor Frankenstein —tan prometeico como fáustico—, destaca el problema de la eternidad y la sobrevida en “El mortal inmortal”; Charles Perrault, cuya colosal celebridad borra su propio nombre en favor del de Cenicienta y el Gato con Botas, restaura la antiquísima figura del ogro y lo transforma en una especie de serial killer: Barba Azul, protagonista del relato homónimo; Auguste Villiers de L’Isle-Adam propone, en “Vera”, un universo aristocrático suficiente, próspero y lánguido, pero al mismo tiempo insinúa, con auténtico poderío, que los ardides de la imaginación pueden vencer a la muerte; en “El pescador y su alma”, Oscar Wilde elabora, desde el punto de vista de la fe religiosa, una fábula moral llena de personajes brillantes y escenarios inexplorados, acerca de la tirantez que se produce entre el amor, el deseo, el intelecto y el espíritu; Henry James, un artista del escrúpulo estilístico y la ambigüedad psicológica, formula en “La pátina del tiempo” una pregunta sombría, cuya respuesta se halla en contacto con lo fantástico: ¿qué es la identidad? Y H. P. Lovecraft, inventor de un sistema pre-humano del pánico, un método permeable y coherente, nos persuade, en “El modelo de Pickman”, de que hay sub-culturas demoníacas atentas al envilecimiento del cuerpo y los sentidos.   

De esta antología pudiera decirse lo mismo que debería aclararse, mediante un rótulo, en la puerta principal de algunos manicomios: no están todos los que son, pero sí son todos los que están. Al final del proceso de selección, elegí un repertorio que alcanza a poseer, creo, la representatividad deseable dentro del género al que se adscriben sus piezas. Mucho me habría gustado incluir otros textos que, por obvias razones de espacio, no se encuentran aquí: “Los elfos”, de Ludwig Tieck; “La novia de Corinto”, poema narrativo de Goethe; “Oh, silba, y vendré adonde tú estás, mi muchacho”, de M. R. James; “Manor”, de Karl Heinrich Ulrichs; “La vampira española”, de Edgar Hoffmann Price; “Lord Mountdrago”, de William Somerset Maugham; “Los reyes de la arena”, de George R. Martin, yLa exhumación de Venus”, de Clark Ashton Smith, entre otros.

El presente volumen cuenta con un fichero bio-bibliográfico esencial en el que, además, procuré deslizar juicios de máxima generalidad acerca de la huella que han dejado estos escritores en la literatura.

Y ahora, sin más, descorramos el telón. Demos paso a la extrañeza.

 

 

 

La Habana, 22 de julio de 2008       

Mundos extraños. Relatos clásicos de lo fantástico y lo sobrenatural (índice general). Selección, prólogo y notas de Alberto Garrandés

“El Wendigo”, de Algernon Blackwood

“La novia del ahorcado”, de Charles Dickens

“La mano encantada”, de Gérard de Nerval

“La casa vacía”, de E.T.A. Hoffmann

“El modelo de Pickman”, de H. P. Lovecraft

“La dama pálida”, de Alejandro Dumas

“El joven Goodman Brown”, de Nathaniel Hawthorne

“El mortal inmortal”, de Mary W. Shelley

“Barba Azul”, de Charles Perrault

“La dama de picas”, de Alexander Pushkin

“La muerta enamorada”, de Théophile Gautier

“La leyenda de Sleepy Hollow”, de Washington Irving

“La hija de Ramsés”, de Lord Dunsany

“Los agujeros de la máscara”, de Jean Lorrain

“El convenio de Sir Dominick”, de J. Sheridan Le Fanu

“El Horla”, de Guy de Maupassant

“El Gran Dios Pan”, de Arthur Machen

“La Venus de Ille”, de Prosper Merimée

“La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe

“Vera”, de Auguste Villiers de L’Isle-Adam

“El huevo de cristal”, de H. G. Wells

“Un vigilante junto al muerto”, de Ambrose Bierce

“El pescador y su alma”, de Oscar Wilde

“Olalla”, de Robert Louis Stevenson

“La familia del vourdalak”, de Alexey Konstantinovich Tolstoy

“La pátina del tiempo”, de Henry James

 

Las nubes en el agua (fragmento de novela)

 

Sin contemplaciones de ninguna clase, el barman se quitó los zapatos y recogió los pies bajo los muslos.

—Yo soy un hombre plural, ¿sabe usted? Un hombre que se multiplica… Pero he sido educado en el estoicismo y la duda sistemática —empezó a decir—. Fui fraguado en el sí es, no es, sí es, no es… Poco a poco, a duras penas, entre tropiezos de toda laya y laceraciones cuyas cicatrices puedo exhibir sin rencor, mi espíritu ha descendido hasta sumergirse en la ilusión de conocer lo esencial del mundo, porque, ¿ya se ha enterado usted de que el mundo no se deja conocer así como así, ni en la infinitud barroca de sus detalles, ni en sus esencias, que son muchas? Perdone que me rebaje a lo literario, a la metáfora, que es hija de la imposibilidad de lograr la exactitud… ¿Qué le voy a hacer? Por cierto, ¿usted sabía que el lenguaje es un conjunto de sistemas que, como ciertos organismos inteligentes, siempre tienen la impresión de que no se bastan a sí mismos, ni siquiera en el grado más complejo de articulación? El lenguaje, señor detective, es un fenómeno incesante y, sin embargo, tiene una identidad propia que no deja de lamentar, ¡y con cuántas voces activísimas expresa ese lamento!, sus propias e ilusorias carencias… En fin, no me haga mucho caso. ¡Todo esto podría ser obra de los tequilazos! ¡Jajaja! Hay que reír un poco. Sólo un poco, señor detective. Pero reír. ¡Reír! En mi apartamento tengo, puedo mostrárselo y quizás se embulle usted a colgar uno por acá, un póster que dice, en letras rojas sobre un fondo amarillo: RIAN. Me lo trajeron de París y ya puede usted apreciar la ambivalencia, la broma, el chistecito, la doble intención… RIAN. Porque de la risa al olvido van unos pocos pasos, y del olvido a la nada van otros tantos. Unos pasos nada más. Sólo unos pocos… entre la risa y la nada… Pero ¡ya le decía yo que hay que medir las palabras! Y no es que uno se haya vuelto avaricioso, no, eso no, sino que uno llega a saber, por experiencia, que las palabras tienen filo, contrafilo y punta, y que son el único instrumento de utilidad comprobable para conocer, o intentar conocer, este mundo nuestro, tan estúpido y cruel, tan espantoso y lleno, a su vez, de belleza… Porque la gente habla de lo bello, ya ve usted, señor detective, y tal parece como si lo bello fuera un asunto inefable, y hay por ahí quien habla de lo bello y se agita y pone los ojos en blanco… ¡Puras paparruchas! Exageraciones, patrañas, fingimientos innecesarios… La belleza, téngalo por seguro, es cosa abundante. Muy fácil comprobarlo. Fíjese, haga el siguiente cálculo, señor detective… Observe… La tendencia general de los hombres, suponiendo que seamos los hombres los responsables de todo, incluyendo a Dios como invención suprema, la tendencia general, decía, es hacia lo bello, como deseo y como ideal recuperable todos los días… Pero si son los hombres el resultado de Dios, o sea, nosotros como invención suprema de Dios, ¿no comprobamos acaso que la tendencia divina es también, por lo general, hacia lo bello? ¿Entonces? ¿A qué conclusión deberíamos llegar, señor detective? A la conclusión de que lo bello es muy natural. Otra, muy otra cuestión, es la necesidad que tenemos de medir las palabras, usar las necesarias e intentar pasar inadvertidos. Porque hay cosas muy raras y peligrosas por ahí… No hay que andar prodigándose. Yo, no sé usted, creo en los demonios, que, bien analizadas las pruebas que nos dan de su existencia, no son criaturas sobrenaturales, o frutos abortados de las potestades incorpóreas, cuando el Mal se acerca y sopla su aliento sobre la faz del mundo… Pero no, en serio… Escúcheme: el lenguaje es nuestra cárcel, nuestra libertad y nuestra única posibilidad de salvación ante la histeria o ante la locura del mundo. E, incluso, ¡ante la muerte! Porque el mundo está cada vez más loco, ¿lo sabía? Rematadamente loco, señor Legumbre. Y es una lástima, porque el mundo es bonito, a su manera, claro, y merece ser visitado, en tanto lugar, o respirado, en tanto atmósfera. Le digo todo esto porque he viajado mucho y visto mucho mundo y conocido a demasiadas personas. ¡Demasiadas! La mayor parte de la gente cree que el mundo es un lugar del que podemos disponer libremente, pero en realidad el mundo es un estado de cosas, una situación movediza que controlan los demás… No aspiro, señor Legumbre, a que me comprenda de inmediato. ¿Cómo iba usted a comprenderme de inmediato? Y no alego tal cosa porque yo estime que usted no es un hombre inteligente. ¡Para hacer el trabajo que usted hace, se necesita brillantez de mente y fervor de ánimo, dos cualidades cuya fusión escasea! Lo decía porque yo soy un tipo rarísimo, reconozco eso, un tipo ahí que está soltándole a usted, ahora mismo, un discurso abstruso e insolicitado… ¡Y, de contra, tequilazos van y tequilazos vienen! Necesitaría estar muchas horas delante de usted, señor Legumbre, explicándole en qué consiste mi hipótesis sobre la estructura monárquica del universo, sobre la inutilidad y el heroísmo del lenguaje y sobre la necesidad de dudar sistemáticamente, sin parecer que uno duda de todo cuanto hay en esta tierra… Pero como sería injusto importunarlo a usted con semejante discurso, y también muy pero que muy injusto arruinar este Herradura reposado con la oscura gravedad de mis pensamientos, le he traído, humildemente, los escritos completos de J. P. Nijitsky. Veo, y no me extraña, que ignora quién es Nijitsky. ¡Muy normal! Completamente normal. He revisado una a una las bibliotecas públicas y en ellas no hay un solo ejemplar de este libro. ¡Y pensar que Nijitsky se fue a la isla de Patmos a escribirlo! Y lo mejor, señor detective: una noche, sin que nadie lo viera, entró en esa cueva donde Juan el Evangelista, olvidándose del frío, redactó el Apocalipsis, y durante una noche y un día, en un estado como de febricitación creativa, de fluorescencia estelar o qué sé yo, escribió Nijitsky sus Encíclicas para el inicio de los tiempos. Cuando terminó de descargar sus intuiciones y conceptos, o su momentánea incandescencia de lucidez, o cuando se quebró su comunicación directa con la Gran Verdad, un demonio se dio cuenta de que él, mero mortal, hombre simple, hombre neto y casi desnudo, había estado en contacto con algo que no debía revelarse. Y entonces se le presentó a Nijitsky aquel demonio. La experiencia está recogida al dictado, no se trata de un memorial de puño y letra, pero podemos confiar en su veracidad. Nos cuenta Nijitsky que vio junto a su rústica mesa de trabajar, que no era más que un tablón de surf recogido en la playa, a una niña como de once o doce años. Al inicio creyó que la niña andaba extraviada y que vivía con alguna de las familias de turistas ricos que estrenaban el verano de la isla y luego lo cerraban tras inscribirse en la Sociedad Náutica. Pero no, la niña no se había perdido. Ella estaba allí, a su lado, con una simpática cesta llena de confituras y panecillos dulces, y empezó a preguntarle a Nijitsky por qué se dedicaba a escribir en un sitio tan desolado y gélido como aquel. Y cuando el filósofo le contestó “¿Dónde si no?”, ya que la cueva era un lugar santificado por la revelación, las palabras y el soplo del Nuevo Credo, la niña abrió los ojos, lo miró con fiereza y se despojó de toda la ropa, al tiempo que saboreaba obscenamente un caramelo de inequívoca morfología. Ya podrá usted imaginar, amigo detective, a qué estoy refiriéndome… Y le dijo la niña a Nijitsky que ella sí estaba glorificada, como los dones pre-santificados, y que venía a hacerle algunas revelaciones de las que él no tenía noticia. Pero Nijitsky era un hombre sabio y vio con horror que ella, a pesar de su corta edad, tenía mucho vello encrespado entre los muslos, como una mujer madura. “¿Por qué te desnudas ante mí?”, le preguntó nuestro filósofo. Y ella respondió: “Para que veas que soy hermosa, verdadera y que he sido ungida por mi Padre antes de entregarme a ti”. Nijitsky repuso: “No tengo comercio con niñas”. Y ella gritó: “¡Parezco una niña, pero no lo soy!”. Entonces Nijitsky, que sonreía todo el tiempo, le propuso: “Voy a hacerte una pregunta, y si respondes correctamente dormiré hoy contigo como un esposo duerme con su esposa”. Ella aceptó y Nijitsky, cuyo ingenio era muy considerable, le preguntó: “¿Quién es tu Padre?” Y como a los hijos de Satán les está prohibido negar a su Padre, bajo pena de expulsión hacia los Limbos Invisibles y el Mundo de la No-Manifestación, ella tuvo que responder. Pero todavía quiso emplear un ardid. Le dijo a Nijitsky: “Mi Padre es El que Porta la Luz”. Pero Nijitsky la obligó a confesar. Le ordenó: “Tienes que pronunciar su nombre”. Y ella dijo: “Lucifer”. Y Nijitsky se persignó y le dijo: “Vete, pues, hija de Lucifer, que aquí no hallarás sitio”. Y la niña se empecinó: “Voy a quedarme porque quiero y porque está decidido que hoy probarás la carne de nuestra raza, que ya tenía lugar en este mundo cuando tu dios invasor llegó a él con el fin de apoderarse de todo”. Entonces nuestro filósofo, sin hacerle caso a la blasfemia acabada de escuchar, pronunció una frase que no falla, una frase que usted debería aprenderse, señor Legumbre, porque a veces es tan eficaz como el puñal que se esgrime en las tinieblas: “Es el mismo Jesucristo quien te lo ordena”. Y así, al oír el Santo Nombre, lanzó ella un agudo grito y desapareció. Ya le digo: en las Encíclicas para el inicio de los tiempos están las fuentes de mi actual estado de ánimo, de mi posición en el mundo y de mis ideas acerca de él. Es una recomendación que le hago a usted, una invitación. Considérelo de esta manera —el barman le tendió el libro a Legumbre—: ¡como un regalo de la inteligencia moral y de las palabras! ¡Como una nieve que blanquearía un poco la oscura ignorancia que padecemos todos!

Legumbre apresó las Encíclicas para el inicio de los tiempos y le dijo al barman:

—Le prometo leerlo todo, de principio a fin.

El hombre, que en ese instante se servía un cuarto o quinto vaso, asintió satisfecho:

—No va a arrepentirse, señor detective. Se lo aseguro.

Breve historia del último ángel

 

Había una vez un hombre que quería volar, remontarse y vivir en una nube. Le suplicó por su anhelo a Dios, pero este temía que el hombre no estuviera bien de su cabeza.

La casa del hombre no se encontraba lejos de la oficina de Dios, y por tal motivo y porque Él no acababa de atender su ruego, decidió ir a verlo. Dios lidiaba a diario con criaturas tercas e infelices y se sintió agobiado.

—Vengo por mi petición —dijo el hombre—. ¿Podré subir a una nube?

—Es difícil saberlo —contestó Dios.

—Lo que yo pido no es difícil —se impacientó el hombre—. Usted lo sabe.

El halago indirecto constituía para Dios un manjar exquisito. Vio la Esperanza reflejada en la cara del hombre.

—Quiero ayudarlo —dijo—. ¿Desde cuando tiene ese deseo?

—Siempre he querido atravesar una nube, subirme en ella, estar allí...

—¿Y usted tiene Fe en lo que se propone?

Dios se arrepintió de haberle hecho al hombre una pregunta tan tonta.

—Tengo Fe y tengo Esperanza.

Había cierto tono zumbón en aquellas palabras.

—Entonces —afirmó enérgico— usted ha recorrido la mitad del camino.

—Quiero una nube —rectificó el hombre.

—La tendrá —Dios se encogió de hombros.

“Dios viviendo en La Habana es algo muy sospechoso”, pensó el hombre.

—¿Y ahora? —indagó.

—Ahora —Dios se retorció las manos— usted irá a la Oficina del Registro de Direcciones y pedirá que le hagan una copia autorizada de su DNI. Y me la trae.

Al hombre aquel requisito le supo mal.  ¿Pertenecía Dios a la burocracia?

—Usted bromea.

La frase había dejado en el hombre un sabor a hierba seca.

—Haga lo que le digo —la voz sonó envuelta en una especie de trueno.

En menos de una semana el hombre consiguió lo que Dios le había pedido y, contento, ya se hallaba otra vez frente a la oficina.

Tocó y esperó. Alguien tosía dentro.

—¿Quién es? —escuchó.

Volvió a tocar y entonces la puerta se abrió.

Junto a una mesa, bebiendo café, había un hombre flaco, de barba negra recortada y bigote discreto. Vestía una elegante combinación y su aspecto era el de un seductor. Se alzó para ver quién venía a visitarlo:

—¡Vaya, pero si es usted!

Aquel tipo no era Dios y el visitante retrocedió.

—¿Él no está? —preguntó.

—Ha salido —contestó el desconocido—. Pero no hay que preocuparse, volverá dentro de muy poco.

El hombre desconfiaba.

—Yo soy...

—Sé quién es y le aseguro que no se arrepentirá si deja en mis manos el asunto de su ascenso.

Encima de la mesa había una cafetera italiana con un ejército de rosquillas. Las tazas eran de lujo. Sin embargo, él prefería beber su café en un jarro hecho con una lata de cerveza. Se percató de que ese detalle atraía la atención del hombre:

—Es mi costumbre. Soy de las afueras.

El hombre tornó a su sospecha de un modo impertinente:

—Usted no se ha presentado y tampoco me ha dicho cómo sabe lo que sabe de mí.

—Soy un mero empleado de Dios —explicó el sujeto—. Pero Él tiene mucha confianza en mí y conozco sus compromisos.

—Entonces —se adelantó el hombre— usted se desempeña como un secretario ejecutivo.

El otro agrandó los ojos:

—¡Cuánta perspicacia!

—Si usted lo dice... —rezongó el hombre.

Miró los ojos verdes y oscuros del secretario de Dios.

—Acepte mis buenos oficios. Y en caso de que Dios demore, encomiéndese a mí.

Al hombre le hacía gracia el estilo del secretario.

—De acuerdo —dijo.

—Estamos progresando, amigo —le palmeó el hombro—. ¿Acepta una taza de café?  Las rosquillas son de la despensa de Dios...

De la cafetera ascendía un discreto olor a vainilla.

—Se ven ricas...

Comió una buena cantidad y bebió dos tazas de café. El otro lo acompañó entusiasmado. El hombre se sentía en confianza. Como de la nada aparecieron unos chocolates y un brandy palaciego.

—¿Quiere ver unas películas recientes? Las recibí ayer. ¡Son magníficas!

—¿Películas? —dudó el hombre—.  No vendrían mal.

El secretario lo hizo pasar a una habitación más despejada.

—Vea esto, es muy llamativo.

Era un documental sobre Jerusalén, y el fragor de las Cuatro Puertas acarició el corazón del hombre. Pero entonces asistió o creyó asistir —efecto del brandy, seguramente— a una escena tan extraña que resultaba increíble. Dios paseaba por una calle y, por alguna razón, se detenía ante un portillo, lo empujaba y penetraba, sin tránsito de ninguna especie, en su oficina habanera. Junto a la mesa había un hombre. Dios lo miraba y movía los brazos, gesticulando. “Nunca pensé que me buscarías aquí”, decía. “Ya ves, no soy tan estúpido”, contestaba el sujeto. “Entre tú y yo, sólo yo tengo sentido”, decía Dios. “No hables de sentido, tú reinas en el absurdo”, contestaba el intruso. “Mi reino no es de este mundo, sino del que vendrá”, murmuraba Dios. “Me alegra oírte decir eso, así no tendré remordimientos”, anunciaba el hombre y se levantaba. “¿Qué vas a hacer?”, preguntaba Dios. “Lo que se hace con los tiranos”, respondía el visitante. A continuación de esas palabras extraía una pistola y hacía fuego.

—Me costó trabajo, pero lo hice —declaró el secretario.

El hombre permaneció inmóvil. Llenó otra vez de brandy su copa y bebió un sorbo.

—¿Eres el Diablo? —preguntó.

—Lucifer, el Príncipe de la Libertad —aseguró el otro tras apagar el televisor.

—Debí suponerlo —se lamentó.

Masticó un bombón.

—Así no. Envuélvalo con la lengua.

Lucifer era un individuo refinado y no iba a dejar pasar la ocasión de demostrárselo.

—Cuando salga de aquí les diré a todos que usted ha matado a Dios. Es mi deber.

Lo decía como para sí.

—¿Su deber?  Piense un poco y dígame qué es el deber.

El hombre bebió otra porción de brandy y pensó en el asunto del deber. En medio de la ruina y los malos olores de la ciudad, el sabor del bombón se hacía ofensivo.

—Mi deber es denunciarlo —simplificó.

—Eso estaría bien si no fuera porque hay deberes verdaderos y deberes falsos —precisó Lucifer irónicamente.

—Con su presencia aquí, la noción de deber experimenta modificaciones  —concedió el hombre.

—No se me vaya a poner filosófico en este minuto crucial...

El invitado vació airado su copa y se levantó, ajustándose el cinturón:

—Tengo que denunciarlo.

Afuera se sentían los gritos de un comprador de botellas.

—Vamos: salga y dígale a ese que Lucifer mató a Dios.

El hombre sintió el peso de la mirada del otro.

—Vamos a suponer que ese infeliz no ve el alcance de la cuestión, o no le importa. Pero hay personas que sí reaccionarán.

—Está por verse.

Se sirvió brandy.

—De todas maneras yo voy a denunciarlo —completó.

Lucifer puso la boca en una posición característica:

—Puedo transformarlo todo en un instante, o hacerme invisible. Me divertiría viéndole a usted ponerse en ridículo.

—Sí, lo más probable es que el Mal gane.

—No, no es que el Mal gane. Ocurre que el Mal es interesante y el Bien no.

Se acercó al rostro del visitante. Entre ambos no habría más que un par de centímetros.

—No me mire así —tembló.

—¡Vaya! ¡Le asusta la posibilidad de que yo intente besarlo!

—A mí no me gustan los varones, que quede claro —murmuró el hombre.

—Hmm... a mí sí. Pero su boca, señor pretencioso, no me parece atrayente. Así que no hay motivo para que se aterrorice de ese modo...

Arremolinado, Lucifer reapareció con un estuche de frutas. El nuevo servicio incluía un vasito de Cointreau.

—Francamente —volvió a sentarse—, ¿no le parece inútil denunciarme?

—Puede que sí y puede que no. Depende de quien seas realmente.

A Lucifer le sorprendieron el tuteo y el aplomo.

—Bueno, tengo que dejarte con esa duda. Preferiría que tomaras una decisión de principio.

Hubo una larga pausa. Lucifer optó por seguir con el brandy y el hombre probó el Cointreau. Se hizo de noche. Cenaron un asado espectacular.

—Y ahora, con Dios muerto, ¿qué piensas hacer?

Lucifer reflexionó un instante.

—Nada específicamente. En definitiva siempre hice lo que me salió de la pinga.

—Entonces, ¿por qué cojones lo mataste?

No hubo una respuesta clara. Tan sólo estas palabras:

—El gato no puede ni debe salir de vacaciones.

Cuando el hombre anunciaba su retirada, afloraron los tabacos.

—Voy a aceptar porque he decidido no denunciarte —dijo de pronto, en voz baja—. Pero bien podrías ayudarme, ¿verdad?

Lucifer observaba sin sorpresa a su oponente. La cara iba cediendo espacio a una expresión que el hombre juzgó mordaz.

—No tengo la culpa de que Dios haya fallecido —agregó meditativo y escogió un habano con boquilla, fino como un lápiz.

—Obras cuerdamente —resumió Lucifer.

—Me gustó la cena —sonrió el hombre.

—Comiste con apetito —le recordó Lucifer, oculto en el humo de su tabaco.

El hombre quería estar seguro de su ganancia:

—¿Cuándo ascenderé?

—Si lo deseas, ahora mismo. Después de todo, mereces ser el último ángel.

El hombre sintió un escalofrío.

—Y los ángeles, ¿no pertenecen a Dios? —preguntó.

—No siempre —dijo Lucifer con dureza.

—Bueno —murmuró el hombre—, hoy ya me retiro. Otro día...

Caminó unos pasos. El aire de la calle le acarició el semblante.

—Adiós —escuchó tras de sí.

No quiso volverse.

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