Blogia
albertogarrandes

Breve historia del último ángel

 

Había una vez un hombre que quería volar, remontarse y vivir en una nube. Le suplicó por su anhelo a Dios, pero este temía que el hombre no estuviera bien de su cabeza.

La casa del hombre no se encontraba lejos de la oficina de Dios, y por tal motivo y porque Él no acababa de atender su ruego, decidió ir a verlo. Dios lidiaba a diario con criaturas tercas e infelices y se sintió agobiado.

—Vengo por mi petición —dijo el hombre—. ¿Podré subir a una nube?

—Es difícil saberlo —contestó Dios.

—Lo que yo pido no es difícil —se impacientó el hombre—. Usted lo sabe.

El halago indirecto constituía para Dios un manjar exquisito. Vio la Esperanza reflejada en la cara del hombre.

—Quiero ayudarlo —dijo—. ¿Desde cuando tiene ese deseo?

—Siempre he querido atravesar una nube, subirme en ella, estar allí...

—¿Y usted tiene Fe en lo que se propone?

Dios se arrepintió de haberle hecho al hombre una pregunta tan tonta.

—Tengo Fe y tengo Esperanza.

Había cierto tono zumbón en aquellas palabras.

—Entonces —afirmó enérgico— usted ha recorrido la mitad del camino.

—Quiero una nube —rectificó el hombre.

—La tendrá —Dios se encogió de hombros.

“Dios viviendo en La Habana es algo muy sospechoso”, pensó el hombre.

—¿Y ahora? —indagó.

—Ahora —Dios se retorció las manos— usted irá a la Oficina del Registro de Direcciones y pedirá que le hagan una copia autorizada de su DNI. Y me la trae.

Al hombre aquel requisito le supo mal.  ¿Pertenecía Dios a la burocracia?

—Usted bromea.

La frase había dejado en el hombre un sabor a hierba seca.

—Haga lo que le digo —la voz sonó envuelta en una especie de trueno.

En menos de una semana el hombre consiguió lo que Dios le había pedido y, contento, ya se hallaba otra vez frente a la oficina.

Tocó y esperó. Alguien tosía dentro.

—¿Quién es? —escuchó.

Volvió a tocar y entonces la puerta se abrió.

Junto a una mesa, bebiendo café, había un hombre flaco, de barba negra recortada y bigote discreto. Vestía una elegante combinación y su aspecto era el de un seductor. Se alzó para ver quién venía a visitarlo:

—¡Vaya, pero si es usted!

Aquel tipo no era Dios y el visitante retrocedió.

—¿Él no está? —preguntó.

—Ha salido —contestó el desconocido—. Pero no hay que preocuparse, volverá dentro de muy poco.

El hombre desconfiaba.

—Yo soy...

—Sé quién es y le aseguro que no se arrepentirá si deja en mis manos el asunto de su ascenso.

Encima de la mesa había una cafetera italiana con un ejército de rosquillas. Las tazas eran de lujo. Sin embargo, él prefería beber su café en un jarro hecho con una lata de cerveza. Se percató de que ese detalle atraía la atención del hombre:

—Es mi costumbre. Soy de las afueras.

El hombre tornó a su sospecha de un modo impertinente:

—Usted no se ha presentado y tampoco me ha dicho cómo sabe lo que sabe de mí.

—Soy un mero empleado de Dios —explicó el sujeto—. Pero Él tiene mucha confianza en mí y conozco sus compromisos.

—Entonces —se adelantó el hombre— usted se desempeña como un secretario ejecutivo.

El otro agrandó los ojos:

—¡Cuánta perspicacia!

—Si usted lo dice... —rezongó el hombre.

Miró los ojos verdes y oscuros del secretario de Dios.

—Acepte mis buenos oficios. Y en caso de que Dios demore, encomiéndese a mí.

Al hombre le hacía gracia el estilo del secretario.

—De acuerdo —dijo.

—Estamos progresando, amigo —le palmeó el hombro—. ¿Acepta una taza de café?  Las rosquillas son de la despensa de Dios...

De la cafetera ascendía un discreto olor a vainilla.

—Se ven ricas...

Comió una buena cantidad y bebió dos tazas de café. El otro lo acompañó entusiasmado. El hombre se sentía en confianza. Como de la nada aparecieron unos chocolates y un brandy palaciego.

—¿Quiere ver unas películas recientes? Las recibí ayer. ¡Son magníficas!

—¿Películas? —dudó el hombre—.  No vendrían mal.

El secretario lo hizo pasar a una habitación más despejada.

—Vea esto, es muy llamativo.

Era un documental sobre Jerusalén, y el fragor de las Cuatro Puertas acarició el corazón del hombre. Pero entonces asistió o creyó asistir —efecto del brandy, seguramente— a una escena tan extraña que resultaba increíble. Dios paseaba por una calle y, por alguna razón, se detenía ante un portillo, lo empujaba y penetraba, sin tránsito de ninguna especie, en su oficina habanera. Junto a la mesa había un hombre. Dios lo miraba y movía los brazos, gesticulando. “Nunca pensé que me buscarías aquí”, decía. “Ya ves, no soy tan estúpido”, contestaba el sujeto. “Entre tú y yo, sólo yo tengo sentido”, decía Dios. “No hables de sentido, tú reinas en el absurdo”, contestaba el intruso. “Mi reino no es de este mundo, sino del que vendrá”, murmuraba Dios. “Me alegra oírte decir eso, así no tendré remordimientos”, anunciaba el hombre y se levantaba. “¿Qué vas a hacer?”, preguntaba Dios. “Lo que se hace con los tiranos”, respondía el visitante. A continuación de esas palabras extraía una pistola y hacía fuego.

—Me costó trabajo, pero lo hice —declaró el secretario.

El hombre permaneció inmóvil. Llenó otra vez de brandy su copa y bebió un sorbo.

—¿Eres el Diablo? —preguntó.

—Lucifer, el Príncipe de la Libertad —aseguró el otro tras apagar el televisor.

—Debí suponerlo —se lamentó.

Masticó un bombón.

—Así no. Envuélvalo con la lengua.

Lucifer era un individuo refinado y no iba a dejar pasar la ocasión de demostrárselo.

—Cuando salga de aquí les diré a todos que usted ha matado a Dios. Es mi deber.

Lo decía como para sí.

—¿Su deber?  Piense un poco y dígame qué es el deber.

El hombre bebió otra porción de brandy y pensó en el asunto del deber. En medio de la ruina y los malos olores de la ciudad, el sabor del bombón se hacía ofensivo.

—Mi deber es denunciarlo —simplificó.

—Eso estaría bien si no fuera porque hay deberes verdaderos y deberes falsos —precisó Lucifer irónicamente.

—Con su presencia aquí, la noción de deber experimenta modificaciones  —concedió el hombre.

—No se me vaya a poner filosófico en este minuto crucial...

El invitado vació airado su copa y se levantó, ajustándose el cinturón:

—Tengo que denunciarlo.

Afuera se sentían los gritos de un comprador de botellas.

—Vamos: salga y dígale a ese que Lucifer mató a Dios.

El hombre sintió el peso de la mirada del otro.

—Vamos a suponer que ese infeliz no ve el alcance de la cuestión, o no le importa. Pero hay personas que sí reaccionarán.

—Está por verse.

Se sirvió brandy.

—De todas maneras yo voy a denunciarlo —completó.

Lucifer puso la boca en una posición característica:

—Puedo transformarlo todo en un instante, o hacerme invisible. Me divertiría viéndole a usted ponerse en ridículo.

—Sí, lo más probable es que el Mal gane.

—No, no es que el Mal gane. Ocurre que el Mal es interesante y el Bien no.

Se acercó al rostro del visitante. Entre ambos no habría más que un par de centímetros.

—No me mire así —tembló.

—¡Vaya! ¡Le asusta la posibilidad de que yo intente besarlo!

—A mí no me gustan los varones, que quede claro —murmuró el hombre.

—Hmm... a mí sí. Pero su boca, señor pretencioso, no me parece atrayente. Así que no hay motivo para que se aterrorice de ese modo...

Arremolinado, Lucifer reapareció con un estuche de frutas. El nuevo servicio incluía un vasito de Cointreau.

—Francamente —volvió a sentarse—, ¿no le parece inútil denunciarme?

—Puede que sí y puede que no. Depende de quien seas realmente.

A Lucifer le sorprendieron el tuteo y el aplomo.

—Bueno, tengo que dejarte con esa duda. Preferiría que tomaras una decisión de principio.

Hubo una larga pausa. Lucifer optó por seguir con el brandy y el hombre probó el Cointreau. Se hizo de noche. Cenaron un asado espectacular.

—Y ahora, con Dios muerto, ¿qué piensas hacer?

Lucifer reflexionó un instante.

—Nada específicamente. En definitiva siempre hice lo que me salió de la pinga.

—Entonces, ¿por qué cojones lo mataste?

No hubo una respuesta clara. Tan sólo estas palabras:

—El gato no puede ni debe salir de vacaciones.

Cuando el hombre anunciaba su retirada, afloraron los tabacos.

—Voy a aceptar porque he decidido no denunciarte —dijo de pronto, en voz baja—. Pero bien podrías ayudarme, ¿verdad?

Lucifer observaba sin sorpresa a su oponente. La cara iba cediendo espacio a una expresión que el hombre juzgó mordaz.

—No tengo la culpa de que Dios haya fallecido —agregó meditativo y escogió un habano con boquilla, fino como un lápiz.

—Obras cuerdamente —resumió Lucifer.

—Me gustó la cena —sonrió el hombre.

—Comiste con apetito —le recordó Lucifer, oculto en el humo de su tabaco.

El hombre quería estar seguro de su ganancia:

—¿Cuándo ascenderé?

—Si lo deseas, ahora mismo. Después de todo, mereces ser el último ángel.

El hombre sintió un escalofrío.

—Y los ángeles, ¿no pertenecen a Dios? —preguntó.

—No siempre —dijo Lucifer con dureza.

—Bueno —murmuró el hombre—, hoy ya me retiro. Otro día...

Caminó unos pasos. El aire de la calle le acarició el semblante.

—Adiós —escuchó tras de sí.

No quiso volverse.

0 comentarios