Las nubes en el agua (fragmento de novela)
Sin contemplaciones de ninguna clase, el barman se quitó los zapatos y recogió los pies bajo los muslos.
—Yo soy un hombre plural, ¿sabe usted? Un hombre que se multiplica… Pero he sido educado en el estoicismo y la duda sistemática —empezó a decir—. Fui fraguado en el sí es, no es, sí es, no es… Poco a poco, a duras penas, entre tropiezos de toda laya y laceraciones cuyas cicatrices puedo exhibir sin rencor, mi espíritu ha descendido hasta sumergirse en la ilusión de conocer lo esencial del mundo, porque, ¿ya se ha enterado usted de que el mundo no se deja conocer así como así, ni en la infinitud barroca de sus detalles, ni en sus esencias, que son muchas? Perdone que me rebaje a lo literario, a la metáfora, que es hija de la imposibilidad de lograr la exactitud… ¿Qué le voy a hacer? Por cierto, ¿usted sabía que el lenguaje es un conjunto de sistemas que, como ciertos organismos inteligentes, siempre tienen la impresión de que no se bastan a sí mismos, ni siquiera en el grado más complejo de articulación? El lenguaje, señor detective, es un fenómeno incesante y, sin embargo, tiene una identidad propia que no deja de lamentar, ¡y con cuántas voces activísimas expresa ese lamento!, sus propias e ilusorias carencias… En fin, no me haga mucho caso. ¡Todo esto podría ser obra de los tequilazos! ¡Jajaja! Hay que reír un poco. Sólo un poco, señor detective. Pero reír. ¡Reír! En mi apartamento tengo, puedo mostrárselo y quizás se embulle usted a colgar uno por acá, un póster que dice, en letras rojas sobre un fondo amarillo: RIAN. Me lo trajeron de París y ya puede usted apreciar la ambivalencia, la broma, el chistecito, la doble intención… RIAN. Porque de la risa al olvido van unos pocos pasos, y del olvido a la nada van otros tantos. Unos pasos nada más. Sólo unos pocos… entre la risa y la nada… Pero ¡ya le decía yo que hay que medir las palabras! Y no es que uno se haya vuelto avaricioso, no, eso no, sino que uno llega a saber, por experiencia, que las palabras tienen filo, contrafilo y punta, y que son el único instrumento de utilidad comprobable para conocer, o intentar conocer, este mundo nuestro, tan estúpido y cruel, tan espantoso y lleno, a su vez, de belleza… Porque la gente habla de lo bello, ya ve usted, señor detective, y tal parece como si lo bello fuera un asunto inefable, y hay por ahí quien habla de lo bello y se agita y pone los ojos en blanco… ¡Puras paparruchas! Exageraciones, patrañas, fingimientos innecesarios… La belleza, téngalo por seguro, es cosa abundante. Muy fácil comprobarlo. Fíjese, haga el siguiente cálculo, señor detective… Observe… La tendencia general de los hombres, suponiendo que seamos los hombres los responsables de todo, incluyendo a Dios como invención suprema, la tendencia general, decía, es hacia lo bello, como deseo y como ideal recuperable todos los días… Pero si son los hombres el resultado de Dios, o sea, nosotros como invención suprema de Dios, ¿no comprobamos acaso que la tendencia divina es también, por lo general, hacia lo bello? ¿Entonces? ¿A qué conclusión deberíamos llegar, señor detective? A la conclusión de que lo bello es muy natural. Otra, muy otra cuestión, es la necesidad que tenemos de medir las palabras, usar las necesarias e intentar pasar inadvertidos. Porque hay cosas muy raras y peligrosas por ahí… No hay que andar prodigándose. Yo, no sé usted, creo en los demonios, que, bien analizadas las pruebas que nos dan de su existencia, no son criaturas sobrenaturales, o frutos abortados de las potestades incorpóreas, cuando el Mal se acerca y sopla su aliento sobre la faz del mundo… Pero no, en serio… Escúcheme: el lenguaje es nuestra cárcel, nuestra libertad y nuestra única posibilidad de salvación ante la histeria o ante la locura del mundo. E, incluso, ¡ante la muerte! Porque el mundo está cada vez más loco, ¿lo sabía? Rematadamente loco, señor Legumbre. Y es una lástima, porque el mundo es bonito, a su manera, claro, y merece ser visitado, en tanto lugar, o respirado, en tanto atmósfera. Le digo todo esto porque he viajado mucho y visto mucho mundo y conocido a demasiadas personas. ¡Demasiadas! La mayor parte de la gente cree que el mundo es un lugar del que podemos disponer libremente, pero en realidad el mundo es un estado de cosas, una situación movediza que controlan los demás… No aspiro, señor Legumbre, a que me comprenda de inmediato. ¿Cómo iba usted a comprenderme de inmediato? Y no alego tal cosa porque yo estime que usted no es un hombre inteligente. ¡Para hacer el trabajo que usted hace, se necesita brillantez de mente y fervor de ánimo, dos cualidades cuya fusión escasea! Lo decía porque yo soy un tipo rarísimo, reconozco eso, un tipo ahí que está soltándole a usted, ahora mismo, un discurso abstruso e insolicitado… ¡Y, de contra, tequilazos van y tequilazos vienen! Necesitaría estar muchas horas delante de usted, señor Legumbre, explicándole en qué consiste mi hipótesis sobre la estructura monárquica del universo, sobre la inutilidad y el heroísmo del lenguaje y sobre la necesidad de dudar sistemáticamente, sin parecer que uno duda de todo cuanto hay en esta tierra… Pero como sería injusto importunarlo a usted con semejante discurso, y también muy pero que muy injusto arruinar este Herradura reposado con la oscura gravedad de mis pensamientos, le he traído, humildemente, los escritos completos de J. P. Nijitsky. Veo, y no me extraña, que ignora quién es Nijitsky. ¡Muy normal! Completamente normal. He revisado una a una las bibliotecas públicas y en ellas no hay un solo ejemplar de este libro. ¡Y pensar que Nijitsky se fue a la isla de Patmos a escribirlo! Y lo mejor, señor detective: una noche, sin que nadie lo viera, entró en esa cueva donde Juan el Evangelista, olvidándose del frío, redactó el Apocalipsis, y durante una noche y un día, en un estado como de febricitación creativa, de fluorescencia estelar o qué sé yo, escribió Nijitsky sus Encíclicas para el inicio de los tiempos. Cuando terminó de descargar sus intuiciones y conceptos, o su momentánea incandescencia de lucidez, o cuando se quebró su comunicación directa con la Gran Verdad, un demonio se dio cuenta de que él, mero mortal, hombre simple, hombre neto y casi desnudo, había estado en contacto con algo que no debía revelarse. Y entonces se le presentó a Nijitsky aquel demonio. La experiencia está recogida al dictado, no se trata de un memorial de puño y letra, pero podemos confiar en su veracidad. Nos cuenta Nijitsky que vio junto a su rústica mesa de trabajar, que no era más que un tablón de surf recogido en la playa, a una niña como de once o doce años. Al inicio creyó que la niña andaba extraviada y que vivía con alguna de las familias de turistas ricos que estrenaban el verano de la isla y luego lo cerraban tras inscribirse en la Sociedad Náutica. Pero no, la niña no se había perdido. Ella estaba allí, a su lado, con una simpática cesta llena de confituras y panecillos dulces, y empezó a preguntarle a Nijitsky por qué se dedicaba a escribir en un sitio tan desolado y gélido como aquel. Y cuando el filósofo le contestó “¿Dónde si no?”, ya que la cueva era un lugar santificado por la revelación, las palabras y el soplo del Nuevo Credo, la niña abrió los ojos, lo miró con fiereza y se despojó de toda la ropa, al tiempo que saboreaba obscenamente un caramelo de inequívoca morfología. Ya podrá usted imaginar, amigo detective, a qué estoy refiriéndome… Y le dijo la niña a Nijitsky que ella sí estaba glorificada, como los dones pre-santificados, y que venía a hacerle algunas revelaciones de las que él no tenía noticia. Pero Nijitsky era un hombre sabio y vio con horror que ella, a pesar de su corta edad, tenía mucho vello encrespado entre los muslos, como una mujer madura. “¿Por qué te desnudas ante mí?”, le preguntó nuestro filósofo. Y ella respondió: “Para que veas que soy hermosa, verdadera y que he sido ungida por mi Padre antes de entregarme a ti”. Nijitsky repuso: “No tengo comercio con niñas”. Y ella gritó: “¡Parezco una niña, pero no lo soy!”. Entonces Nijitsky, que sonreía todo el tiempo, le propuso: “Voy a hacerte una pregunta, y si respondes correctamente dormiré hoy contigo como un esposo duerme con su esposa”. Ella aceptó y Nijitsky, cuyo ingenio era muy considerable, le preguntó: “¿Quién es tu Padre?” Y como a los hijos de Satán les está prohibido negar a su Padre, bajo pena de expulsión hacia los Limbos Invisibles y el Mundo de la No-Manifestación, ella tuvo que responder. Pero todavía quiso emplear un ardid. Le dijo a Nijitsky: “Mi Padre es El que Porta la Luz”. Pero Nijitsky la obligó a confesar. Le ordenó: “Tienes que pronunciar su nombre”. Y ella dijo: “Lucifer”. Y Nijitsky se persignó y le dijo: “Vete, pues, hija de Lucifer, que aquí no hallarás sitio”. Y la niña se empecinó: “Voy a quedarme porque quiero y porque está decidido que hoy probarás la carne de nuestra raza, que ya tenía lugar en este mundo cuando tu dios invasor llegó a él con el fin de apoderarse de todo”. Entonces nuestro filósofo, sin hacerle caso a la blasfemia acabada de escuchar, pronunció una frase que no falla, una frase que usted debería aprenderse, señor Legumbre, porque a veces es tan eficaz como el puñal que se esgrime en las tinieblas: “Es el mismo Jesucristo quien te lo ordena”. Y así, al oír el Santo Nombre, lanzó ella un agudo grito y desapareció. Ya le digo: en las Encíclicas para el inicio de los tiempos están las fuentes de mi actual estado de ánimo, de mi posición en el mundo y de mis ideas acerca de él. Es una recomendación que le hago a usted, una invitación. Considérelo de esta manera —el barman le tendió el libro a Legumbre—: ¡como un regalo de la inteligencia moral y de las palabras! ¡Como una nieve que blanquearía un poco la oscura ignorancia que padecemos todos!
Legumbre apresó las Encíclicas para el inicio de los tiempos y le dijo al barman:
—Le prometo leerlo todo, de principio a fin.
El hombre, que en ese instante se servía un cuarto o quinto vaso, asintió satisfecho:
—No va a arrepentirse, señor detective. Se lo aseguro.
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