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albertogarrandes

Palabras prologales...

 


 

 

 

 

Hay dos instancias culturales de percepción que se entienden muy bien con el lado oscuro de la realidad, más allá del hecho, muy cierto y muy problemático, de que lo real es la más artera e intuitiva de las construcciones. Esas instancias son, para hablar en términos clásicos, lo fantástico y lo sobrenatural. Las complejas, movedizas y versátiles articulaciones de lo horrible con lo monstruoso, lo bello con la violencia, el sueño con la imaginación, están “lubricadas”, digámoslo así, por lo ilusorio, lo inexistente y lo extraordinario. Estas cuestiones —la ilusoriedad y el carácter improbable de las cosas— siempre promueven un diálogo muy rico donde interviene, como es natural, ese tipo de experiencia que podemos situar, a duras penas, entre la maravilla y el milagro.

En rigor, desde la perspectiva de las teorías, cuando hablamos de literatura (especialmente de cuentos y novelas), no vale la pena explicar casi nada sobre el mundo que podríamos llamar lisa y llanamente “no realista”, para diferenciarlo de ese otro donde el acontecer es algo en lo que podemos “creer”, algo que podemos aceptar, en tanto lectores, como “parte” de la vida. Sin embargo, aun cuando la literatura realista no es de ninguna manera ni pretende ser un espejo de la existencia, la otredad del orbe fantástico y sobrenatural sí exige que firmemos un pacto antes de la lectura: la suspensión de nuestra incredulidad. Refrendarlo ha sido, desde hace muchos siglos, un suceso más bien celebratorio, pues los lectores que aceptan incorporarse en dicho orbe —y en cualquier otro donde la ficción, realista o irrealista, sea el presupuesto básico del lenguaje— lo hacen por lo general gozosamente.

Hay muchas razones que podrían explicar los orígenes de ese goce. En la naturaleza del ser humano, en el interior oscuro y luminoso de su conciencia, está la raíz del viejo combate del Bien contra el Mal, que viene a ser un asunto ético, pero también estético, cultural, histórico, psicológico, religioso, científico. Por detrás de una querella tan vasta y tupida —inmarcesible y densa como ninguna otra— afloran los rostros, los gestos, los personajes, las acciones, los objetos, los paisajes y las atmósferas que tipifican al Bien y al Mal. Pero entre ambos se encuentran dos “estados” o dos “fases” donde se pone a prueba la identidad humana: el Amor y la Muerte. Ambos se configuran y adquieren sentido por medio de una piedra de toque: el misterio.

Observado así el fenómeno de la narrativa de lo fantástico y lo sobrenatural, tendríamos ante los ojos una especie de planisferio un tanto esquemático —y, por lo mismo, utilitario— que “juega” con diversas “abstracciones” concurrentes. Sin embargo, se trata de relatos, de situaciones deliberadamente anómalas que anhelan ser comunicadas dentro de las reglas de la verosimilitud artística y de acuerdo, como ya indiqué, con la suspensión de la incredulidad. Esta última, desde la óptica del placer del lector, es una “táctica” de entrada al mundo de lo insólito, una manera de “acogernos” a las leyes de lo fantástico y lo sobrenatural, un programa de lectura descrito ya, con mucha precisión, por uno de los representantes más ilustres del Romanticismo inglés: Samuel Taylor Coleridge, influyente cultivador de esos desasosiegos y esas atmósferas turbadoras en las cuales nos envolvemos cuando nos adentramos en la novela gótica, por poner un ejemplo.

La figura de Coleridge es casi paradigmática. Fue un escritor entregado a la reflexión literaria, a la bruma de la droga, pero también alcanzó a ser el afortunado autor de Christabel, un extenso poema narrativo inconcluso cuya redacción comenzó muy a fines del siglo XVIII. Coleridge se introdujo en un mundo a salvo de los estereotipos contemporáneos, y enunció lo gótico como espacio de ritual cognoscitivo y como pulsión de muerte, a través de un vínculo sexual lesbiano. Christabel es el germen fundador de Carmilla, la célebre noveleta vampírica de John Sheridan LeFanu, y tuvo que ver con esa gesticulación mórbida y exaltada que observamos en las narraciones de Edgar Allan Poe, con quien, por cierto, la literatura hace un alto, se renueva y adquiere un impulso definitivo hacia lo moderno, ya que Poe abrió caminos, en el espacio de la ficción literaria, a la peripecia de la investigación policial del crimen, la ciencia ficción, el esteticismo, el Simbolismo, lo esperpéntico, el Expresionismo y la especulación filosófica ligada a la muerte y lo fantasmal. Poe contiene embrionariamente varias literaturas y hoy por hoy se comporta como un padre fundador que merece y exige la más incondicional de las reverencias.

Suspender la incredulidad: he ahí el primer paso. Lo demás es maestría literaria y, en consecuencia, sugestión de la inteligencia y los sentidos.

He aludido ya a los dos grandes temas que este libro concita y evoca: lo fantástico y lo sobrenatural, pero en una dimensión —el relato de estructura moderna— donde tienden a articularse con singular coherencia y donde “conversan” de modo tenso y provechoso, al intercambiar sus distintivos. Sin embargo, a propósito del contenido de esta antología, no dejaré pasar la ocasión de caracterizar los asuntos concretos en que dichos temas adquieren sustancia, poder de encantamiento y fascinación.

Enraizado en los tiempos arcaicos se encuentra el mito de los seres primordiales, que sirve de centro a dos piezas sin duda magistrales: “El Wendigo”, de Algernon Blackwood, y “El Gran Dios Pan”, de Arthur Machen. El primero acude a lo numinoso y es una interpretación volátil, escamoteadora —jamás “vemos” nada—, de un horror remotísimo. El segundo subraya el aspecto científico de ese mismo horror, y vuelve a plantear el problema de la ética de la ciencia y la capacidad del hombre para enfrentarse a fuerzas que lo superan. Ambos relatos insisten en la presencia de esas criaturas primordiales que representan el poder arquetípico de la naturaleza.

En esta antología hay cinco narraciones que se sumergen en la prestigiosa tipología del vampiro, o que la bordean: “El Horla”, de Guy de Maupassant; “Olalla”, de Robert Louis Stevenson; “La muerta enamorada”, de Théophile Gautier; “La familia del vourdalak”, de Alexey K. Tolstoy, y “La dama pálida”, de Alejandro Dumas, historia conocida también bajo el título de “La hermosa vampirizada”. El de Maupassant es un vampiro invisible, sinuoso y ambiguo, como el propio cuento; Stevenson escribe un extenso y poderoso relato cuyas virtudes son el control de los énfasis y la enunciación de un terror atenuado por la bondad y la renuncia voluntaria a un vínculo erótico que se asienta en los límites de lo incontrolable; Gautier es suntuoso, romántico y malévolo: pone a un religioso en manos de la seducción de la Belleza, el sexo y el Mal; los vampiros de Alexey Tolstoy arman una especie de fábula rural e inevitablemente folclórica y cruel, mientras que Dumas, historicista y amante de la intriga, elabora un triángulo amoroso caballeresco, manchado por lo horripilante y de triste final.

Pactos diabólicos, brujas y sortilegios hay en “La mano encantada”, de Gerard de Nerval; “El joven Goodman Brown”, de Nathaniel Hawthorne, y “El convenio de Sir Dominick”, de J. Sheridan Le Fanu. El primero es grotesco y ágil, el segundo indaga en los límites de la realidad y el sueño, y el tercero se ensombrece cuando nos recuerda que no hay que hacer tratos con el demonio. El momento en que el alma de sir Dominick sale de la casa, escoltada por el diablo, está descrito con una solvencia que sólo podía mostrar un escritor como Sheridan Le Fanu.

Maldiciones antiguas y venganzas inexorables, enlazadas en escenarios disímiles —enfermizos, ensoñados, exóticos—, son el trasfondo, explícito o velado, de “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe; “La hija de Ramsés”, de Lord Dunsany; “La Venus de Ille”, de Prosper Merimée, y “La dama de picas”, de Alexander Pushkin. Cuatro escritores —un norteamericano, un inglés, un francés y un ruso— quedan acoplados entre sí por algo que, en el exuberante territorio de la literatura gótica, viene a ser una suerte de viga maestra: el secreto impronunciable. Las cuatro narraciones se basan en secretos que van modulándose en forma de maldiciones o venganzas. Poe es rotundo y llega, mediante símbolos, a los predios de lo apocalíptico; Lord Dunsany hace que un espíritu milenario confiese su tragedia de amor y muerte; Merimée se adentra en las nocivas oscuridades del paganismo, y usa una metáfora final conmovedora y de gran plasticidad; Pushkin nos habla del desagravio de la muerte por medio de un azar espeluznante cuyo desarrollo es, diríamos, cinematográfico.

Fantasmas, humoradas escalofriantes y trastornos de la percepción controlan los entramados de “La leyenda de Sleepy Hollow”, de Washington Irving; “La novia del ahorcado”, de Charles Dickens; “La casa vacía”, de E. T. A. Hoffmann; “Los agujeros de la máscara”, de Jean Lorrain, y “Un vigilante junto al muerto”, de Ambrose Bierce. En todos hay grados de alucinación y pesadilla. La bonhomía de Irving no deja de ser socarrona; Dickens escribe como si pintara, con grises cromáticos, un contexto afeado por la crueldad; Hoffmann edifica una historia donde las visiones y los espejismos no son contrincantes de lo real; Lorrain alude, persistente, a la invasión del desenfreno cotidiano por parte del sueño, mientras que Bierce recalca el carácter artificioso y juguetón del terror.

He dejado para el final un conjunto de relatos muy particulares que acentúan el sello personal de los mundos donde se inscriben sus respectivos autores. Con “El huevo de cristal”, H. G. Wells incursiona en el costado horrendo de la ciencia ficción; Mary W. Shelley, novelista sin la cual la cultura contemporánea no tendría al monstruo del doctor Frankenstein —tan prometeico como fáustico—, destaca el problema de la eternidad y la sobrevida en “El mortal inmortal”; Charles Perrault, cuya colosal celebridad borra su propio nombre en favor del de Cenicienta y el Gato con Botas, restaura la antiquísima figura del ogro y lo transforma en una especie de serial killer: Barba Azul, protagonista del relato homónimo; Auguste Villiers de L’Isle-Adam propone, en “Vera”, un universo aristocrático suficiente, próspero y lánguido, pero al mismo tiempo insinúa, con auténtico poderío, que los ardides de la imaginación pueden vencer a la muerte; en “El pescador y su alma”, Oscar Wilde elabora, desde el punto de vista de la fe religiosa, una fábula moral llena de personajes brillantes y escenarios inexplorados, acerca de la tirantez que se produce entre el amor, el deseo, el intelecto y el espíritu; Henry James, un artista del escrúpulo estilístico y la ambigüedad psicológica, formula en “La pátina del tiempo” una pregunta sombría, cuya respuesta se halla en contacto con lo fantástico: ¿qué es la identidad? Y H. P. Lovecraft, inventor de un sistema pre-humano del pánico, un método permeable y coherente, nos persuade, en “El modelo de Pickman”, de que hay sub-culturas demoníacas atentas al envilecimiento del cuerpo y los sentidos.   

De esta antología pudiera decirse lo mismo que debería aclararse, mediante un rótulo, en la puerta principal de algunos manicomios: no están todos los que son, pero sí son todos los que están. Al final del proceso de selección, elegí un repertorio que alcanza a poseer, creo, la representatividad deseable dentro del género al que se adscriben sus piezas. Mucho me habría gustado incluir otros textos que, por obvias razones de espacio, no se encuentran aquí: “Los elfos”, de Ludwig Tieck; “La novia de Corinto”, poema narrativo de Goethe; “Oh, silba, y vendré adonde tú estás, mi muchacho”, de M. R. James; “Manor”, de Karl Heinrich Ulrichs; “La vampira española”, de Edgar Hoffmann Price; “Lord Mountdrago”, de William Somerset Maugham; “Los reyes de la arena”, de George R. Martin, yLa exhumación de Venus”, de Clark Ashton Smith, entre otros.

El presente volumen cuenta con un fichero bio-bibliográfico esencial en el que, además, procuré deslizar juicios de máxima generalidad acerca de la huella que han dejado estos escritores en la literatura.

Y ahora, sin más, descorramos el telón. Demos paso a la extrañeza.

 

 

 

La Habana, 22 de julio de 2008       

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